EL NOMADISMO COSMOPOLITA PUESTO A PRUEBA

Habiendo transcurrido apenas dos décadas de experiencia global y de supuesta des-territorialización de la cultura y de los mercados protagonizada por el ciudadano global, experto en negocios transnacionales, políglota consumado, hábil negociador y con una visión tan amplia que trasciende todas las fronteras, nos encontramos hoy ante una recesión de dichos fenómenos. El desanclaje ha dejado de ser el ideal de la cultura y del éxito. El global citizen parece estar de regreso en casa, anhelante de su identidad nacional, de su comunidad y de lo que les es familiar y más conocido: el territorio, entendiendo por tal no solo el espacio físico colonizado por el Estado, sino también el marco de nuestras vidas, el escenario de nuestra memoria y el espejo de nuestra identidad. En un sentido etológico, el territorio se entiende como el ambiente (environment)] de un grupo que no puede por sí mismo ser objetivamente localizado, sino que está construido por patrones de interacción a través de los cuales el grupo o banda garantiza una cierta estabilidad.

El nómada cosmopolita, producto genuino de la globalización y de la posmodernidad, harto del desarraigo global, aparece ahora como un ser desencantado y en plena crisis. Desencanto del que hizo eco la primera ministra británica, Theresa May, cuando, a propósito de algunos comentarios sobre el efecto Brexit en su gente y en su cultura desdeñó la idea de la ciudadanía global con estas palabras: “Si usted cree que es un ciudadano del mundo, usted es un ciudadano de ningún lugar”. Y no le faltaba razón a la señora May, pues el nomadismo cosmopolita, ciertamente, lleva a una ausencia y a una carencia de referentes culturales; por ello el ciudadano del mundo busca ahora esos espacios y esos ambientes que forman el territorio en el sentido amplio: el terruño, la “matria”, sus espacios de siempre, en los que encuentra un pertrecho de protección y a la vez un escudo contra la invasión de lo extraño y su consecuente efecto de aculturación, pero sobre todo, un reencuentro con su identidad.

Estamos viviendo sin duda un cambio de paradigma. Cambio que se ha producido en tan solo tres o cuatro décadas, pues el sentimiento de desarraigo provocaba en el ciudadano del mundo de los años 80 y 90 del siglo XX un sentimiento positivo de liberación, parecido al que siente el aldeano que al trasladarse a la ciudad se libera del lastre de las costumbres familiares y tribales que le frenan en su desarrollo o que siente que le frenan. Equivalía a mundialización, globalización y apertura a una nueva era gobernada por el pragmatismo y no por sentimientos nacionalistas.

Era como una consecuencia natural del crecimiento, parecida a la que experimentan los polluelos al abandonar el nido para volar y dominar el mundo desde las alturas de los cielos donde no se atraviesan fronteras ni límites.

Sin embargo, ante los duros golpes que ha recibido la economía global, el ciudadano del mundo, ya de regreso a la casa paterna como hijo pródigo, su sentimiento es otro: pesa en él el desarraigo experimentado por la dinámica global.

El desarraigo ya no significa libertad sino extrañamiento, ausencia y lejanía de lo suyo, al grado de sentirse un poco exótico dentro de su propia tierra, la misma que antes le sirvió de escenario ahora lo desconoce y le hace sentirse tan lejano y tan ajeno como el recién llegado: el inmigrante. Sus ojos se posan con recelo en ese intruso que no solo ocupa un lugar equiparable al suyo, sino que tiene los mismos derechos y las mismas oportunidades que él. Sentimiento oculto, generalmente no reconocido de manera explícita pero latente, y eso lo saben los partidos políticos nacionalistas. Saben que existe el sentimiento y que potencialmente puede ser explotado a favor de su causa. Este es el caso, por ejemplo, del vicepresidente del Partido “Alternativa para Alemania” (Alternative für Deutschland AfD) Alexander Gauland, quien ha utilizado de manera reiterada un viejo lema del ultraderechista Partido Nacionalista Alemán (Nationaldemokratische Partei Deutschlands, por sus siglas: NPD) para criticar la política de apertura migratoria de Angela Merkel: “Hoy somos tolerantes y mañana seremos extranjeros en nuestro propio país”.

Frase que parece ser un lugar común de la ultraderecha alemana; incluso, al decir de un editorialista del periódico Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung, se usa como estribillo de una canción titulada Tolerante y locos que toca la banda neonazi “Gigi” y los músicos Brown Town, recogida en un CD editado 2010 que lleva el sorprendente título ¡Adolf Hitler vive! (Zeite Online, 2016). Y no conforme con eso, se ha referido al territorio alemán como espacio de afluencia y cultura de los extraños, lo cual genera un flujo de hogar de quienes por generaciones han ocupado este espacio (Zustromraum).

En otras palabras, una defensa del añorado espacio vital sin llegar a los extremos del Nacionalsocialismo, pero sin duda rosando sus linderos. Lo cual no sólo es motivo de extrañeza sino de preocupación y atención internacional.

Algunos partidos políticos en Europa y en otras partes del mundo, han capitalizado ese anhelo de repatriación, de recuperación de lo que les es propio por derecho hereditario, y han exaltado el discurso del nosotros frente al ellos. Pero no como una expresión de alteridad universal sino buscando culpables, advenedizos, causantes de los males que aquejan al nosotros.

NACIONALISMOS DE AYER Y DE HOY

Pero más allá de la ventaja que los partidos de derecha o de ultraderecha quieran sacar del estado de decepción del ciudadano global, lo cierto es que el Estado moderno ya no brinda las certezas de unidad cultural que pudo haber ofrecido hace cincuenta años. Los nacionalismos se han vuelto marginales y, por principio, resultan altamente cuestionables. Ello, porque, además del discurso dominante de la globalización y el cosmopolitismo, en las últimas décadas el mundo ha sido escenario de movimientos masivos de población que han producido cambios culturales que afectan a la autoimagen de muchas sociedades (Smith, 2004, 153).

El ciudadano global que regresa al seno materno de la Nación ya no encuentra sino una sombra de lo que antes fue.

En su lugar el Estado se presenta como un ente plural y multicultural, en donde la ideología nacionalista ya no responde a los criterios raciales o nacionales de hace cincuenta o sesenta años. Es un nacionalismo light, contemporizador, híbrido. O al menos así lo perciben algunos sectores de las sociedades modernas.

Más que una ideología definida, el nacionalismo de hoy es un discurso que funciona como continente en el que es posible verter diversos contenidos. Es como una fórmula madre a la que, añadiendo diversos ingredientes discursivos, se consiguen resultados diferentes, pero siempre exitosos pues se basa en un conjunto dedicotomías que siguen una lógica casi infalible. Podemos citar como ejemplos, las díadas conceptuales nosotros / ellos; propio / ajeno; pasado libre / presente esclavizado; orígenes puros / actualidad manchada; grandeza / decadencia, y otras más que no necesitan ser ejemplificadas, puesto que constituyen el eje discursivo de cualquier revolución o de cualquier arenga que se oriente a la movilización directa de apoyo (también electoral).

El nacionalismo de hoy no se parece al del siglo XIX, es decir, al que entonces dio vida a la institución que ahora conocemos como Estado-Nación.

Aquel era un discurso que invitaba a la construcción de una identidad exaltando nostalgias e imágenes de arraigo; pero el de hoy, al menos el que parecen capitalizar algunos partidos políticos en pro de su causa, tiene otra estructura: su punto de partida es más tenebroso, se dirige a la destrucción de lo que ha debilitado lo propio, lo nacional, lo grande o lo que alguna vez hizo grande a un pueblo.

De aquel antiguo nacionalismo queda muy poco, pues no pretende fortalecer lo propio para compartirlo, aunque sea por la fuerza de las armas como pensaba Napoleón Bonaparte, quien llegó a sentirse como un agente portador del mensaje superior de la razón contra la tradición monárquica, por lo que el llamado a las armas no dejaba de tener un trasfondo misional y civilizatorio.

Aquella Francia parecía haber logrado lo que no tenían los demás países: un régimen de libertad ciudadana basado en la igualdad, un código civil en el que se resumía matemáticamente lo justo y lo injusto, un esquema organizacional de administración pública basado en la eficacia y no en las jerarquías, estructurado a partir de la oficina y no del oficio.

Todo ello era para los franceses y, particularmente para su emperador Bonaparte, un bien que desbordaba y había que comunicar y compartir con los demás pueblos del mundo.

Para ello fortaleció el orgullo de pertenencia en sus ejércitos, sus banderas y colaboradores, y exaltó el sentido misional de la Grande Armée. Pero nada de eso parece latir en el discurso nacionalista que estamos viendo resurgir el día de hoy. El actual parece un discurso más local, y desde luego menos pretencioso que el napoleónico. La nación sube al candelero de la discusión y por ello hablamos de nacionalismo, pero ¿De qué tipo de nacionalismo estamos hablando? ¿Es el mismo que mutatis mutandis alimentó a los antiguos movimientos decimonónicos? Y si no lo es, ¿Dónde estriban las diferencias?

DEL NACIONALISMO BURGUÉS AL ROMANTICISMO NACIONALISTA

Para dar respuesta a estas cuestiones, resulta importante traer aquí algunas categorías históricas que por momentos parecieran superadas y hasta pueriles y que, sin embargo, a poco que se observe el discurso actual, no parecen haber variado demasiado.

Tal es el caso, por ejemplo, de las categorías que hace más de un siglo desarrollara el sociólogo alemán Ferdinand Tönnies: comunidad versus sociedad. La primera categoría (la comunidad) es lo más parecido a una familia, caracterizada por la unidad intrínseca de sus miembros, es decir, porque éstos fusionan sus objetivos existenciales formando uno solo, el de la comunidad, donde lo tuyo, lo mío y lo de ellos, deja el paso libre a lo nuestro. Lo mismo si se trata de propiedades que de costumbres, lenguaje, pensamiento y, desde luego, la suerte que se corra en la vida. La comunidad, dicho con otras palabras, absorbe al individuo. En ella éste queda subsumido, lo cual exige una especie de inmolación o autoinmolación, pues nadie puede subsumirse en un grupo si no es a costa de su identidad personal. En cambio, la sociedad, según Tönnies, genera otro tipo de vínculos más libres.

Mientras que la comunidad altera el ser, la sociedad solo altera una parte del existir. La sociedad salvaguarda la libertad personal, no lo pide todo, no exige sacrificios, ni fidelidades de entrega, sino tan solo lealtades de tipo contractual.

Por ello, el individuo en una sociedad no se fusiona ni asume los riesgos existenciales de los demás, sino solo aquellos derivados de una relación contractual, siempre revocable. Históricamente, las dos formas más acabadas de sociedad -como la entiende Tönnies- son: la sociedad anónima y el Estado moderno.

La primera, porque, si bien implica una unidad de acción y un compromiso de los actores, no pasa del fin para el cual se unen, no tiene implicaciones, como dice Foucault, en la nuda vida de sus miembros. El riesgo está definido en el objeto del contrato. No más allá. Y algo parecido ocurre en el Estado liberal, o Estado Nación surgido en el siglo XIX (aunque con antecedentes que se remontan al siglo XVI). El Estado abandona el criterio de adscripción corporativa de la Edad Media y asume el modelo capitalista de la sociedad anónima. De tal manera que, por principio, el Estado no es ese dios terrible que pide la sangre de sus hijos para vivir y dar vida. Es una sociedad de individuos (vasallos libres de la corona, en las monarquías modernas y ciudadanos en las repúblicas liberales y democráticas). La pertenencia al Estado es originalmente libre, revocable, y no entraña vínculos sentimentales.

Los individuos no se asocian para asumir una aventura o cumplir una misión, sino para protegerse a sí mismos y respetar a los demás.

Según la teoría de Juan Jacobo Rousseau, en la que se basaban la mayor parte de los constructores e ideólogos del Estado liberal, la sociedad es producto de una asociación libre de individuos (individuos que nacen libres) cuya finalidad es salvaguardar las libertades originales del buen salvaje, es decir, del individuo que aun cuando nace libre, se deja llevar en ocasiones por querencias que producen cierto caos en la medida en que llevan a unos a alterar la esfera de libertad de los otros, no como consecuencia de una intrínseca maldad, sino como producto de esa parte de nosotros que obedece al instinto. Por ello crea la sociedad política, como un artificio (contrato) cuyo sentido y única razón de ser es proteger y mantener lo más posible las libertades individuales, transformándolas en libertades civiles, es decir, reglamentadas. Reglamentación que para Rousseau era protectora del individuo y no más que eso. Cualquier otra ratio legis que, según el discurso roussoniano, se salga de ese objeto será ilegítima.

El Estado así entendido es y sigue siendo un contrato. No tiene vida por sí mismo ni es, como supone la teoría organicista (por ejemplo, el nacionalsocialismo del siglo XX), un organismo vivo supraindividual. No es por principio, al menos desde esta perspectiva, una nación con vida propia, ni tampoco una individualidad étnica como sostuvieron los teóricos del romanticismo del siglo XIX (Lemke, 2017,21).

El Estado es un ente artificial cuya vida no puede ir más allá de la voluntad contractual de quienes le damos vida con nuestro asentimiento diario.

No hay alma nacional que rebase esa posibilidad existencial del Estado o que perviva más allá de su realidad material y en todo caso emocional. Las metáforas cuerpo nacional, espíritu del pueblo, alma nacional no son más que eso: metáforas con las que expresamos la unidad del Estado, pero nunca deben confundirse con su esencia, pues no existe tal esencia. Las teorías tradicionalistas al estilo Juan Vázquez de Mella y Fanjul, constituyen sin lugar a duda un bello gesto literario, muy del gusto del romanticismo decimonónico, pero no se puede hablar en esos términos tan extraordinariamente ilusorios y míticos en un mundo actual como el nuestro, a no ser que se esté anclado a un pasado muerto.

En todo caso, si de metáforas se trata, el Estado es más parecido a una máquina que a un ente biológico. Esa es, en resumidas cuentas, la doctrina liberal y democrática en la que vivimos y deseamos vivir la mayoría de los ciudadanos del mundo y del Estado. Por ello, la condición de nacional nunca será superior a la de ciudadano.

La raza entre los humanos es un accidente, no un factor de unidad ni mucho menos de hostilidad hacia quienes pertenecen a otra raza.

Sostener tal cosa a estas alturas de la historia humana no es sino reflejo de una barbarie residual que se resiste a desaparecer de nuestro mapa mental. Por ello, sostenemos que ha de conservarse el nombre original del Estado moderno, que es el de Estado-Nación, pues la nación por sí misma no expresa con certeza la realidad política en la que ahora vivimos. En cambio, el Estado-Nación no deja suelta a la nación, discurriendo por los caminos de la imaginación que quiere verla con vida propia, como ente superior y más poderoso que el Estado.

En efecto, la idea de nación surgió cuando dio inicio esa tendencia a la que Michel Foucault llama “biopolítica”. Es decir, cuando los gobernantes del Estado moderno irrumpieron en nuestras vidas para imponernos obligaciones, deberes y cargas en ocasiones demasiado pesadas, y sin duda más allá del límite de protección a las libertades individuales que constituyen su razón de ser.

Ante tales cargas fue necesario entonces que apareciera la madre, la figura femenina que nos sostuviera para soportarlas, para llevarlas con resignación.

La nación no nos impulsa a rebelarnos ni tampoco a obedecer sin sentido como si fuésemos esclavos.

La nación como una buena madre no pregunta ni cuestiona, actúa, reacciona y ejecuta, provee de inmediato de la fuerza que requerimos sus hijos para continuar viviendo en el Estado; incluso, en momentos difíciles, nos brinda consuelo. La nación nunca es culpable de lo que haga ese hermano mayor llamado Estado (dicho en términos de George Orwell).

La metáfora materna de la nación no es una mera ocurrencia interpretativa que aquí hago. Sabemos que, desde tiempos de la Revolución francesa, la matrona con que se representaba a la Razón se convertía en ocasiones en la Nación. En ambos casos se le representaba como una mujer rolliza, como una madre generosa y nutricia que amamantaba a sus hijos. El siglo XIX está lleno de ese tipo de imágenes: matronas que representan la República, la Constitución, La Razón, la Ley, la Nación. Y ello tiene una explicación que, si bien puede resultar anacrónica para la sensibilidad actual, no lo es si la vemos en la época en que se desarrolló el concepto de Nación. Cuando nacemos, y aun antes en el seno materno, la primera experiencia que tenemos es precisamente la de la madre. Es la madre la que nos amamanta, la que se ocupa de nuestras necesidades básicas, quien nos soporta en el dolor o nos ayuda a no caernos ante los tropiezos de la vida. Algo parecido sucede en la vida social. Nuestras primeras experiencias del mundo las encontramos en la calle, pero no en cualquier calle, sino en nuestra calle, donde jugamos con los vecinos o pateamos la pelota, es el espacio inmediato que experimentamos cruzando el umbral de la casa. De manera parecida a la experiencia de la madre. La calle y luego la manzana, el barrio, las demás calles, los demás vecinos, constituyen la primera experiencia vital. Es la experiencia del terruño a la que -usando el término acuñado por el historiador mexicano Luis González y González- podemos llamar “matria”.

La “matria” es la primera experiencia de la vida social. Es la Nación que, a diferencia del Estado, acompañaba a los niños mediante el canto de himnos, la experiencia emocionante de la parada militar y los honores a la bandera. El Estado, en cambio, aparece en el discurso romántico y nacionalista como el padre provisor, el cobrador de impuestos, el organizador de policías y ejércitos, el constructor de espacios públicos, de puentes y caminos, el gran regulador y vigilante. Por ello, cuando a finales del siglo XX sobrevino la crisis de la soberanía tras la caída delmuro de Berlín y el estallido de fronteras, lo primero que entró en crisis fue la nación, sus símbolos aglutinantes y su capacidad de generar disciplinas asfixiantes e inhumanas como en la Alemania nazi o en la Rusia soviética. En cambio, el modelo de Estado se ha resistido al embate del cosmopolitismo, incluso, podríamos decir, que las categorías sobre las que se construye ese cosmopolitismo finisecular son las del Estado y no las de la nación o, dicho en los términos de Tönnies a que antes hemos hecho referencia, son las categorías societarias, individualistas, contractualistas y no las comunitarias o nacionalistas.

Al grado que palabras como nación, patria, patriota o compatriota han caído en desuso en el lenguaje actual. Y ni aun los nacionalismos emergentes han podido rehabilitar esas expresiones que permanecen en el olvido, caducos, siendo sustituidas por conceptos sociológicos menos comprometedores, como los norteamericanos, los europeos, los franceses, los británicos, los venezolanos.

EL LENGUAJE DEL NEO-NACIONALISMO ULTRADERECHISTA

Hablar del uso y desuso de las palabras en política, no es una cuestión baladí. Las palabras son la expresión de un estado de conciencia que late en la sociedad y también de una forma de entender y comunicar las relaciones de poder. Por ello, es necesario detenernos en su análisis para abordar el problema de los nacionalismos extremos.

Si se analizan los discursos de campaña de algunos candidatos de la derecha en Europa, como Marie Le Pen, Norbert Hofer o Alexander Gauland, lo primero que salta a la vista es la ausencia de los términos caducos a los que antes me he referido y, sin embargo, nadie duda que se trata de discursos nacionalistas, proteccionistas y en ocasiones neo-corporativistas.

Sin embargo, el lenguaje que se emplea en tales casos no es el de un llamado a la conciencia colectiva o a la comunidad nacional, sino que la nación se identifica con las personas en general.

En Alemania, por ejemplo, a partir del atentado ocurrido en Francia, se ha dejado sentir una oleada de manifestaciones de inconformidad respecto a la política de apertura asumida por el gobierno de Angela Merkel en materia de migración. Uno de los más fuertes representantes de esa tendencia crítica es el Movimiento Patriotas europeos contra la islamizaciónde Occidente (Patriotische Europäergegen die Islamisierung des Abendlandes) -PEGIDA fundado en Dresden en 2014, contra la migración, en especial de los musulmanes a quienes considera incapaces de integrarse en la cultura occidental (Posner, 2016)-, pues aunque asisten a sus escuelas y los más pequeños aprenden el idioma, las familias tienden a segregarse en pequeños grupos vecinales manteniendo su lengua y viviendo apartados del grueso de la población. Actitud que en Alemania resulta especialmente notable por lo que, astutamente, la señora Merkel señaló la necesidad de tomar medidas de seguridad como, por ejemplo, la regulación del uso del velo islámico. Lo cual fue suficiente para acallar al menos a quienes desde su partido apoyaban las críticas de los nacionalistas y acrecentar de esa manera sus posibilidades de reelegirse como primera ministra en las próximas elecciones generales.

En Francia, Marine Le Pen, candidata del partido conservador que estuvo a punto de ganar las presidenciales, defendió el Estado laico apoyando la prohibición del uso de velos en la vía pública, pues supuestamente podían ser usados para embozarse y cometer algún atentado.

Sin embargo, como señalara hace algunos años una politóloga experta en el estudio de los movimientos nacionalistas de ultraderecha (Sylvain Crépon) es poco creíble que la verdadera intención de la candidata fuera la defensa del estado laico y de la seguridad pública, pues es bien sabido que, en el fondo, lo que le interesaba era la exaltación de lo francés en demérito de costumbres ajenas a sus tradiciones nacionales (Pham-Lê , 2012). Es decir, hacer notar el contraste entre un ellos (en este caso los musulmanes y los judíos, puesto que aprovechó la ocasión para proscribir la kipá junto al burka, frente a un nosotros (francés, católico, etcétera).

Esas tensiones entre los países occidentales y los que no lo son, ha generado un número considerable de movimientos nacionalistas, unos más radicales que otros, pero la mayoría de clara tendencia xenofóbica. Expansión que, a su vez, ha desatado la ira de los fundamentalistas islámicos que, en supuesta defensa de sus connacionales en Europa, han atacado desde sus países de origen a quienes manifiestan ideas de intolerancia. El 21 de enero de 2015, el jefe del mencionado grupo alemán de Patriotas europeos contra la islamización de Occidente, Bachmann, renunció a su cargo después de ser atacado por una serie de mensajes de Facebook en los que supuestamente hablaba de los inmigrantes de manera despectiva y denigratoria, llamándoles animales y escoria social, lo cual, según la ley alemana, es clasificado como discurso de odio. El colmo al parecer fue cuando este personaje afirmó en su muro de Facebook que la seguridad nacional hacía necesaria una oficina de asistencia social para proteger a los empleados animales (los empleados inmigrantes). Ese suceso ha dado mucho que hablar a los medios de comunicación de aquel país: últimamente se descubrió un supuesto autorretrato de Bachmann en el que se representa como reencarnación de Adolf Hitler, imagen que se titula «Está de vuelta», recordando el libro que lleva ese nombre y que ha dado pie a la realización de un famoso film que ocasionó gran revuelo social. La imagen y el título se volvieron virales en las redes sociales, no obstante que después se demostró que todo había sido un Photoshop.

Más allá del hecho que tuvo como consecuencia que los fiscales de Dresde abrieran una investigación por sospecha de incitación al odio y a la violencia (Volksverhetzung) (Posner, 2016), lo que aquí es importante resaltar es la expansión de estas ideas que, en mi opinión, obedecen a tres razones fundamentales: primeramente, el morbo social que busca la violencia como un remedio a su aburrimiento; en segundo lugar, una verdadera inconformidad de grandes sectores de Alemania (igual que ocurre en Italia, Reino Unido, Turquía y Grecia) con la apertura de las fronteras y la acogida de miles de migrantes que parecen amenazar la estabilidad de una sociedad bien acomodada y con referentes de estabilidad muy claros (la ley, la frontera, la nacionalidad y la ciudadanía, etcétera). Y, por último, un sentimiento general de añoranza por lo nacional, lo propio, lo nuestro, acrecentado seguramente por la irrupción de políticas de mercado que en muchos casos no han traído los resultados de bienestar que se esperaban, o al menos no para la gran mayoría de la población de los países incorporados a bloques económicos o continentales como es la Unión Europea.

A principios de 2017, un editorial del periódico Reforma de la Ciudad de México señalaba la posibilidad de que, con el triunfo de Donald Trump, este tipo de movimientos radicales en el mundo podrían recibir un impulso por lo cual habrá que observar con lupa -afirma el columnista- cómo reaccionan ahora ante esta victoria del discurso xenófobo, antiinmigrante y proteccionista. Se refería, entre otros, a las elecciones de diciembre en Austria, donde NorbertHofer, conocido político de la ultraderecha, estuvo a nada de ganar las presidenciales.

Asimismo, a los comicios que tuvieron lugar en Holanda, donde se presentó a la contienda otro populista de la extrema derecha o, como le llaman algunos analistas, el líder del pseudo-liberalismo europeo, Geert Wilders, quien demostró en su campaña el profundo desprecio que siente por el diálogo intercultural y la tolerancia política, llegando a fomentar una retórica del miedo y señalando como causantes a los musulmanes, así en general, sin matices y con una fuerte dosis de xenofobia.

El peligro de emplear el discurso nacionalista de manera violenta está siempre latente, pues una emoción política puede variar si se le estimula para que cambie de dirección de manera intempestiva o para que pase de la emoción la acción sin que medie el límite de lo racional.

Este es el caso de los nacionalismos emergentes de carácter negativo, es decir, de aquellos que para afirmar lo propio niegan al otro. Lo cual suele ocurrir en los nacionalismos que se vinculan a identidades raciales o étnicas, como ha ocurrido innumerables veces en la historia. En su última visita presidencial a Europa, el entonces presidente norteamericano Obama lanzó una señal de alerta ante el auge del nacionalismo étnico, tanto en Europa como en Estados Unidos y en algunos países de Eurasia diciendo: debemos permanecer vigilantes ante el aumento de una especie vulgar de nacionalismo o identidad étnica o tribalismo que se construye alrededor de un nosotros y un ellos (El País, 17 de noviembre de 2016). Y no le faltaba razón a Obama, pues como después expresó en una rueda de prensa junto al presidente de Grecia Alexis Tsipras, se trata de una amenaza de la que podemos augurar sus resultados funestos, pues sabemos qué ocurre cuando los europeos empiezan a dividirse y a enfatizar sus diferencias y competir a la manera de una suma cero (El País, 16 de noviembre de 2016).

Pero, como he mencionado, lo más preocupante de esa tendencia de las ultraderechas nacionalistas es el lenguaje del odio, de rechazo al otro. Cuestión que no es privativa de la política europea, pues el discurso atronador, antiinmigración y antimexicano de Donald Trump que para algunos no era sino parte de una estrategia de campaña, se ha mantenido y ha despertado animadversión hacia los extranjeros.

El odio es una emoción que, si se vincula al nacionalismo, como suelen hacerlo los partidos políticos y movimientos de ultraderecha puede derivar en algo más que un problema de lenguaje.

Por ello el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) establece que toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibido por la ley. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de la Discriminación Racial (CERD), prohíbe toda incitación al racismo y señala los riesgos de emplear ese lenguaje como recurso político.

El triunfo del lenguaje de rechazo a los demás, a los otros, por el hecho de ser diferentes al nosotros, es una tendencia mundial que ha ido ganando terreno en la medida en que unos lo emplean como acción política y otros como reacción. En Grecia, por ejemplo, ha surgido un pequeño grupo derechista extremista, esotérico y hermético llamado Golden Dawn que, aunque parezca increíble, a pesar de haber realizado actos de violencia que son bien conocidos, recibió el voto de ¡más de 400.000 ciudadanos griegos!, ganando 21 escaños en las elecciones de 2012 logrando, además, conservar su apoyo en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014 que reciben el 9,38% (The Greek, 2015). Su discurso es más que antiinmigrante, es abiertamente ultranacionalista y racista siendo considerado por muchos como el partido de derecha más radical en la actual Europa y quizá el que más se acerque al Fascismo y al Nacionalsocialismo. Emplea algunos símbolos del nacismo y sus líderes no dudan en ensalzar a Adolfo Hitler por haber cultivado y defendido la exaltación de la raza blanca frente a la amenaza extranjera.

La cantidad de seguidores ha aumentado debido en buena medida a que ofrece seguridad laboral, social, familiar para los ciudadanos griegos étnicos que se sienten amenazados por la presencia de los inmigrantes, no solo por el riesgo que corren de ser víctimas de un delito, sino también por la posible pérdida de oportunidades, plazas de trabajo y distribución de la riqueza que ello implica, especialmente en un país que ha pasado por severas crisis económicas teniendo que ser rescatado por la UE (Informe, 2013,4).

En estos casos y en otros que podríamos mencionar, llama la atención la forma en que la nación ha dejado de ser una buena madre para convertirse en una especie de diosa vengadora. Si en sus orígenes decimonónicos, como he señalado, era la madre consoladora y en ciertos casos la inspiradora de un deber moral de llevar el evangelio de la modernidad y la razón al mundo, como en el caso napoleónico, la nación de la ultraderecha emergente de hoy aparece como la encarnación del odio que fácilmente puede encender la mecha de la violencia y producir una regresión histórica lamentable. Por ello, me parece poco el esfuerzo que se ha puesto para reflexionarlo o limitar su acción, pues no hay libertad de expresión que valga como justificante cuando la palabra se emplea para violentar y no para deliberar racionalmente el mejor modo de vida posible.

NACIONALISMOS EMERGENTES

La humanidad parece haber perdido la memoria, la brújula, y no sabe cómo afrontar los enormes desafíos para sus inciertos nacionalismos.

Lamentablemente sus líderes adultos no encuentran las bases ni conocen su proyección, solo se ocupan de superficiales cambios coyunturales y de peleas intestinas entre élites partidistas y gubernamentales.

Precisamente ahí está el reto que aquí hemos tratado de plantear: dejar de lado el nacionalismo racional, puro, perfecto, conceptual, acrisolado en los símbolos de unidad, para asumir la realidad de actuales naciones complejas en la que las diferencias no sean motivo de encono sino de conocimiento y reconocimiento de la otredad. En suma, de naciones lideradas por personas adultas que no necesitan tener miedo a enemigos declarados o inventados para unir esfuerzos. Nación en las que confluyan las emociones y las ideas, los sentimientos de unidad y la racionalidad que implica el respeto.

En última instancia, lo que forja un verdadero nacionalismo no solo son razones, ni históricas ni utilitarias; también son sentimientos que es necesario tener, atender y cultivar, en su forma más elemental, que es la virtud del otrora patriotismo. Una virtud que, aunque busca motivos para emprender la lucha por conquistar para su país el mejor estatus posible, también nos lleva a abrir el corazón para actuar a pesar de la nebulosa de la política, del odio y de la corrupción que acaban por enturbiar cualquier motivo para amar a nuestros países. En estas luchas actuales por logar la identidad nacional, se debe contribuir también a generar una mayor conciencia del ser nacional y del respeto que se debe a todas las demás naciones.


Fuente: The Economy Journal, ver contenido original aquí