¿Qué clase de democracia rige en un país donde el objeto del debate no es la propuesta política sino la mera viabilidad del proceso electoral, y lo que está en juego no son las meras candidaturas sino el Estado de Derecho?
Sobre advertencia no hay engaño. Maestros de la CNTE en Oaxaca y de la CETEG en Guerrero, así como padres de los normalistas de Ayotzinapa, no aceptan la realización de elecciones en varios municipios de ambos estados, al menos no por ahora. Argumentan violencia rampante, hegemonía criminal y traición de las autoridades municipales, así como estatales y federales, las cuales los han abandonado en la más árida impunidad y subdesarrollo. Esto es lamentable, pero un vacío de legalidad no puede cubrirse con otro.
La grave situación en dos de los estados más violentos y más pobres de México requiere respuesta apremiante, pero el derecho y la obligación del voto, más que rehenes, tendrían que ser cómplices para alcanzar el anhelado progreso. Votar y ser votado es un derecho consagrado en la Constitución (Artículo 35), siendo ésta la máxima norma protectora de la legalidad. Por encima de ella, nada ni nadie.
En la inauguración del Congreso Constituyente, celebrada en el Teatro de Iturbide en diciembre de 1916, Venustiano Carranza, primer jefe del Ejército Constitucionalista, expresó que “para que el ejercicio del derecho al sufragio sea una positiva y verdadera manifestación de la soberanía nacional, es indispensable que sea general, igual para todos, libre y directo; porque faltando cualquiera de estas condiciones, o se convierte en una prerrogativa de clase, o es un mero artificio para disimular usurpaciones del poder…”. Casi un siglo después la reflexión sigue siendo atinada.
En una nación que por siglos siguió los designios supremos de tlatoanis y virreyes, y cuyo pueblo sufrió por la conquista del voto electoral, cancelar o posponer comicios no es una opción. La democracia es para el bien de la gente, o no es democracia.
DISOLVER CONFLICTOS
La misión del Estado mexicano trasciende la instalación de casillas a fuerza. Como su gran pilar, el gobierno en sus tres niveles está obligado a actuar con responsabilidad legal y garantizar los derechos fundamentales y colectivos, hoy en vilo, como la seguridad, la vida y las libertades de pensamiento, expresión y tránsito, así como el castigo a las tropelías en Guerrero y Oaxaca. Ante el mancillado terreno municipal, la exigencia, en tono de grito, es para los gobernadores Gabino Cué y Rogelio Ortega Martínez, incluidas las autoridades federales. De éstas, al menos, ya escuchamos una escueta pero clara postura: “No tenga dudas, va a haber elecciones”, declaró hace unos días el subsecretario de Gobierno de la Subsecretaría de Gobernación, Luis Enrique Miranda.
Anular un derecho no es manera de reivindicar otro. Dejar que las elecciones bailen al son de los manotazos e intereses caprichosos sentaría un terrible precedente. Así no funciona la democracia.
Hoy, tanto las elecciones como el combate a la impunidad son, para el país, asuntos de urgente resolución. El objetivo es disolver los conflictos, no sólo resolverlos.