Religión y política han sido esenciales para la humanidad desde el principio de los tiempos. Pero ni el paso de los siglos ni milenios ha servido para encontrar una fórmula que permita combinarlas sabiamente o, por lo menos, definir los límites de una separación saludable entre las ciencias y las doctrinas de la fe, entre los asuntos mundanos y los divinos.
Muchos dictados religiosos han sido determinantes en prácticamente todas las civilizaciones a lo largo de la historia. Política y religión se confunden en activismos ideológicos. Heráclito de Efeso afirmó antiguamente que “todas las leyes humanas se alimentan de la ley divina”.
La historia mundial, incluido México, no puede comprenderse sin narrar la influencia de la religión y las Iglesias. Dice Jean Meyer que “la religión pertenece a la cultura del pueblo y la modela (…), puede ser elemento de identidad tanto étnica como nacional y una forma de patriotismo” (Una historia política de la religión en México, 1993). México es formalmente un Estado laico donde las religiones marcan poderosas tradiciones, definen calendarios y arraigan costumbres vivenciales.
La fuerza de las religiones sigue vigente, como expresiones sociales, ideológicas y culturales, pero también como argumento o activismo político y pretexto para la barbarie, el dominio y la intolerancia. Esta perspectiva la conocen y padecen las poblaciones más vulnerables en el mundo: los migrantes entre ellas. Hace unos meses, el gobierno de Eslovaquia anunció que solo aceptaría a refugiados cristianos con el pretexto de que los musulmanes no se sentirían cómodos en un país sin mezquitas; y el primer ministro de Hungría, Victor Orban, resaltaba el riesgo de asilar a musulmanes con el argumento de que la herencia cristiana de Europa estaba en peligro. Y ya ni hablar de las reacciones en Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001 y el triunfo de Trump en la presidencia. ¿Cómo dijo alguna vez José Saramago, será que el mundo sería mucho más pacífico si todos fuésemos ateos?
Los migrantes mexicanos, muchos de ellos seguidores de Santo Toribio Romo, “el santo pollero” y de “Juan Soldado”, en Estados Unidos, su principal país de destino, son blanco de atención por sus profundos fervores religiosos y firmes raíces culturales. El politólogo Samuel Huntington los ha llamado “inasimilables” y los considera un factor de riesgo para la identidad estadounidense por su rechazo a los valores anglo-protestantes que subyacen al sueño americano (Who we are? The challenges of America’s Nacional Identity, 2004). Sin embargo, según Olga Odgers, investigadora de El Colegio de la Frontera Norte, esta visión se contrapone a muchas otras que ven en las creencias de los migrantes una fuerza positiva que no debe ignorarse.
APETENCIAS MUNDANAS Y DIVINAS
Hoy resulta imposible orientar la aceptación y reconocimiento de la persona humana como ser multifacético que transita con la misma intensidad por la dimensión mundana que por la espiritual. Al final, en palabras del antropólogo, teólogo y monje de Montserrat, Lluís Duch, “toda religión tiene apetencias religiosas y toda política tiene apetencias religiosas”.
Pero ¿seguirán siendo las religiones la causa de las guerras? O, ¿Las ideologías de odio y exclusión terminarán sustituyendo a las democracias liberales?
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