En el espectro político actual, sucede algo parecido al teatro: los actores entran y salen con mayor o menor realce. Pueden aparecer en el primer acto y permanecer tras bambalinas los dos siguientes, apareciendo de manera disruptiva en el último acto, cuando quizá el espectador se había olvidado de él o lo daba por muerto. Ése es el caso del sindicalismo en México. Desde hace casi tres décadas perdió protagonismo político. Muchos creían que eso era positivo por cuanto su repliegue del escenario político conllevaba casi de manera implícita el redireccionamiento de sus actividades gremiales y movilizaciones, enfocándose a la promoción y protección de sus agremiados. Sin embargo, las cosas no son tan positivas como muchos supusieron, al menos si consideramos los resultados reveladores de una encuesta realizada en el 2016 por el Gabinete de Comunicación Estratégica, en los que se señala un alto porcentaje de opiniones negativas sobre su función y eficacia entre el público encuestado.
El dato revelado de su ineficacia y lentitud, además de la percepción de corrupción que en ellos campea desde hace décadas, no es lo preocupante. Lo que llama la atención es su bajo perfil con el que se han desarrollado, incluso en las campañas de 2017 y 2018, como quien estuviera tras bambalinas esperando a reaparecer en el escenario si es convocado por el director de la obra.
¿Quién los podría convocar y para qué? ¿Tiene sentido que vuelvan a ocupar las calles con enormes contingentes, portando mantas y pregonando consignas como en las décadas de los 30 y los 40, los 60 y los 70, cuando su presencia constituía un símbolo inequívoco de apoyo, poder y hasta de legitimidad para los gobiernos? Las preguntas no son ociosas si pensamos que “lo virtual” hoy día pesa más que “lo presencial”, por ello, las manifestaciones o movilizaciones de apoyo y las expresiones de “plausibilidad” se han deslocalizado: están en la red, no en las calles. O al menos eso creíamos al ver el desarrollo de las grandes movilizaciones políticas de los últimos años. Baste con pensar en la Primavera Árabe, que tuvo como principal dispositivo de movilización el Twitter y los mensajes por medio de otras redes sociales. ¿Quién piensa ahora en las calles? ¿Podrán las movilizaciones sindicales ser protagonistas de las elecciones 2018 en México? No resultan sencillas las respuestas.
Apoderarse de la calle mediante marchas organizadas, con apariencia sindical o sin ella, parece un recurso que tiende a reaparecer en los escenarios políticos, sobre todo dentro de aquellos grupos que siguen la estrategia de los movimientos populistas, que suelen trabajar en dos frentes: el institucional y el callejero, el de la alargada y la marcha, los plantones y todos aquellos medios que contribuyan a ejercer presión en los cuadros institucionales para llevar a cabo modificaciones normativas o cambiar el giro de sus políticas cuando se oponen a los planes de acción del “movimiento”.
Es la reaparición del poderosísimo lenguaje emocional colectivo que suelen emplear los movimientos populistas para presionar desde la periferia hacia los centros de decisiones institucionales. Serían los sectores más radicales, quizá, los que podrían convocar nuevamente a los sindicatos, en lo que podríamos denominar el despertar del sindicalismo o el movimiento# Sindicalismo Emergente y éstos aprovechar para recuperar terreno perdido: primero como dispositivo de legitimación popular, es decir, como símbolo de poder —aparente o real—, apoyo político y disciplina.
Después, como grupos de presión, como centros de poder popular de más fácil control y manejo. Sólo un enfoque populista radical podría despertar a ese gigante dormido del “sindicalismo emergente”.
Fuente: El Economista, columna Los Políticos | Ver nota original aquí