Sobre el expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, pesan acusaciones muy serias, que inevitablemente habrán de seguir un largo y penoso proceso. Pero más allá de los desvíos en Petrobras, del ocultamiento de un patrimonio o de la supuesta campaña sucia para frenar la reanudación de su carrera política, este caso simboliza una transformación que está marcando tendencia en el mundo: la de los intocables que se vuelven “tocables”.

Históricamente, los intocables se convirtieron en una especie común en el planeta y especialmente profusa en México. Ni el escrutinio, ni el juicio, ni mucho menos la sanción llegaban a ciertas alturas del poder. En nuestro país, igual que en muchos otros, los privilegios y las prebendas eran usos y costumbres de la política; un salvoconducto para la impunidad, mientras el hueso estuviera vigente y el favorecido mantuviera su alineación al sistema.

Fueron secretos a voces y son leyendas públicas los excesos y las frivolidades de muchos personajes de nuestra historia reciente, como José López Portillo, quien no disimuló su nepotismo ni los excesos de su familia o la voracidad de sus amigos. Ignorante de la rendición de cuentas, mientras prometía administrar la abundancia, se regocijaba personalmente en ella. La cadena completa de figuras emblemáticas incluye presidentes, alcaldes, gobernadores, funcionarios y líderes sindicales que, fuera del desprecio de sus representados, mantuvieron intacto el pellejo.

Las pocas cuentas que llegaban a saldarse (De la Madrid vs Díaz Serrano, Salinas vs la Quina, Zedillo vs Raúl Salinas…) no eran acciones inspiradas en la justicia, sino abiertas luchas de poder con los gobiernos previos, venganzas y confirmaciones de poder.

Los tiempos han cambiado. Aunque el avance de la democracia, el escrutinio ciudadano, la pluralidad y la evolución de las leyes no han podido desterrar ni la corrupción ni la impunidad, sí han entrado a terrenos que antes estaban blindados.

Hoy es más frecuente ver rostros conocidos tras las rejas y conocer de investigaciones formales sobre el uso de recursos, como las presentadas por la Auditoría Superior de la Federación o las indagaciones al más alto nivel —aunque aún insuficientes para muchos— sobre casos como el de la casa blanca.

La tendencia es global, al menos en nuestra región latinoamericana es evidente. Ahí está Francisco Guillermo Flores, expresidente salvadoreño fallecido hace unas semanas en pleno arresto domiciliario; Ricardo Martinelli, expresidente de Panamá con orden de captura por corrupción; Otto Pérez Molina, que dejó hace meses la presidencia de Guatemala por acusaciones de asociación ilícita y defraudación, o el presidente de Bolivia, Evo Morales, señalado por tráfico de influencias. El de Lula no es entonces un caso que deba sorprendernos. Ciertamente las realidades actuales preocupan, pero también pueden verse como una respuesta a la exigencia social de cerrar el camino -antes libre- a las corruptelas, al abuso y a la burla.

Hacia la extinción

Por todo ello, en México, la reglamentación del Sistema Nacional Anticorrupción y, sobre todo, su plena aplicación, son tareas inaplazables. Necesitamos convertir el todavía abundante género de intocables en una especie amenazada y, mejor aun, en una que sea declarada en franco peligro de extinción. Que todos seamos “tocables” es el objetivo supremo.

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