El país huele mal. La pestilencia que representan los hechos de Ayotzinapa se ha extendido al territorio nacional e internacional, y aunque el olor a ilegalidad e impunidad era perceptible desde hace décadas, se agudiza rápidamente. La emergencia moviliza protestas colectivas, indignación y alaridos de justicia, de los que el gobierno federal ya dio acuse de recibo. Tal exigencia social se dirige al gobierno, no sólo a una administración.
Las recientes medidas anunciadas por el presidente Enrique Peña Nieto ventilan el ambiente pero no garantizan su completa purificación. Faltan soluciones y sobra desconfianza. El planteamiento oficial contrasta con la severa crisis de Estado y los agravios que tienen, más hartos que nunca, a los buenos mexicanos.
Las iniciativas que ahora se entregan al Congreso de la Unión para la ley contra la infiltración del crimen organizado en las autoridades municipales; la redefinición de la competencia de cada autoridad en el combate al delito, y la creación obligatoria de 32 policías únicas que sustituirán a 1,800 débiles cuerpos municipales, son sólo expectativas para el urgente remedio. Proponer estrategias no es reciclar acciones incumplidas, ni presentar rezagos nacionales con nuevos discursos.
Falta conocer los cómo y los detalles específicos necesarios para aterrizar, concretar y hacer realidad tales objetivos, pero lo fundamental de las medidas planteadas es el reconocimiento presidencial de nuestra crisis histórica: el nulo Estado de Derecho y la peligrosa impunidad. En México ya no hay cabida para acciones perfumadas que disfracen la pestilencia generalizada.
Apenas a unas horas del anuncio presidencial, otra vez en Guerrero, en el municipio de Chilapa, 11 cuerpos decapitados fueron encontrados a la orilla de una carretera. Un caso más para la interminable lista de pendientes de Jesús Murillo, titular de la PGR, y otra causa generadora de irritación, inseguridad, dolor e impotencia para la gobernabilidad interior a cargo de Miguel Ángel Osorio, secretario de Gobernación. La situación nacional es insostenible.
Como dijo el presidente, es tiempo de construir y de unir, no de destruir ni dividir. La élite presidencial debe ejercer su poder público, de manera legítima, para poner orden, cumplir y hacer cumplir las leyes, para beneficio de toda gente. No sólo de acuerdos vive la nación.
Falta también que los gobernadores y presidentes municipales rindan cuentas, demostrando que no están contribuyendo a la fétida corrupción, escondidos tras la crisis enfocada a nivel presidencial. El ADN de esos gobernantes mexicanos debe mejorar; deben actuar con el buen ejemplo, sabedores de que el daño generacional por los endeudamientos, omisiones, complicidades y corruptelas en todos los rincones del país está siendo irreversible. También es hora de soltar el enorme lastre que representan sindicatos y partidos políticos, absolutamente deslegitimados y faltos de credibilidad, que hacen del crimen y del servicio público una misma peste crónica.
DE LA TRAGEDIA A LA DECISIÓN
Coincidimos en que el concepto de seguridad humana debe ser retomado, integrado y aplicado en todas las políticas públicas en todos los niveles de gobierno. El objeto prioritario no debe ser la nación, sino los seres humanos de la nación. Y ahora, ¿quién podrá defendernos?