La lista de malas noticias es interminable. Una a una se multiplican en el escenario nacional -y mundial- para mostrar sus lacras, como si la finalidad fuera provocar flagelo social apocalíptico. Hoy la regla es violencia, delincuencia, (in)movilidad, despidos masivos, devaluación del peso, corrupción, “gasolinazos”, bloqueos y saqueos, “gabinetazos” y amenazas anticipadas de Trump… El desfile de infortunios resulta inagotable, afectando irremediablemente a la economía, la política, lo social y, principalmente, al estado de ánimo de quienes recibimos tales bombardeos informativos y desinformativos. En este sentido, el “estado anímico” es el más peligroso.
El poder del pensamiento y de las emociones es incuestionable. Ha sido tema de estudio de científicos, académicos y líderes espirituales. Por diversas vías, todos coinciden en que su impacto es contundente. Desde Darwin se ha reconocido que las emociones son fundamentales para que el ser humano se adapte a su ambiente, actúe y tome decisiones, a veces con mayor empuje que el que se consigue con la cognición o raciocinio.
En México hay razones de sobra para las emociones dañinas. Quienes están en las posiciones de poder provocan que los ánimos se dirijan hacia el pesimismo; lo mismo que las impredecibles redes sociales en manos de agitadores y anarquistas anónimos. Como resultado, las pasiones, a menudo negativas, se desbordan y, como señala Daniel Goleman, con demasiada frecuencia nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo posmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del antiguo pleistoceno.
Hemos caído en los abismos de confusión, mentiras, malas decisiones y soberbia de la élite que ostenta el poder. En este México incierto y malhumorado, el “sálvese quien pueda” predomina sobre cualquier bien común, y no sorprende que la sociedad actual se mueva entre la ansiedad, el pánico y la euforia -de atestiguar cómo crecen los vituperios hacia el Gobierno-, en una especie de surrealismo social.
Lejos de asimilar optimismo con conformismo, y pesimismo con fatalismo, el profundo deterioro y los daños irreversibles al país nos obligan a adoptar una enorme dosis de “realismo” para dimensionar el contenido y alcances de los problemas en aras de intentar solucionarlos. Sin una visión de bien común, el Gobierno terminará de perfeccionar su inminente fracaso.
#MeDuelesMéxico
Jorge Alcocer expresó hace unos días en su columna de Reforma que “aunque no hay espacio para el optimismo, lo puede haber para moderar el pesimismo si Hacienda admite que la tarea más importante es revertir el deterioro de las finanzas públicas”. Cierto, un minuto de optimismo no cambiará el estado de la angustiosa situación, ni sorteará milagrosamente la crisis económica (las autoridades tienen su propia tarea), pero en momentos como este, de deterioros irreversibles y malas noticias, debemos desalentar la formación del caldo de cultivo del mal humor, el mal sentir y el mal actuar.
Toda actitud y sentimiento incide en nuestra forma de percibir y dibujar el porvenir. Hoy la voluntad política interna está paralizada, intentando justificar los males gracias a la situación externa inmodificable. A esos Poderes Ejecutivos -Federal y estatales en México-, les hace falta algunos heroicos Poderes Emocionales.
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