Cuando se trata de víctimas de delito, es común que la ley se mire limitada, estrecha y pequeña, llevando a cuestas duelo, miedo, indignación, deterioro, destrucción, daño y pérdida. Las víctimas de robos, asaltos, extorsiones, fraudes, secuestros, etc., deben conservar energía para emprender el muy largo, tedioso y solitario calvario de su re victimización al acudir al Ministerio Público o fiscal investigador; deben seguir procesos, preguntar, insistir, esperar y volver a esperar… En el mejor de los casos, aunque también el menos probable, pudiera haber excepcionalmente algún resultado: la captura del delincuente, sanción o quizá una reparación del daño, sabedores de que la impunidad —delito sin castigo— es de 99 por ciento.

La desconfianza en la justicia penal se explica con la cifra negra de 93.8% de delitos no denunciados, reflejada en la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) 2015, a cargo del Inegi. La raquítica situación confirma la incidencia y costos de inseguridad cercanos a los 227,000 millones de pesos, algo así como 5,861 pesos por víctima o 1.27% del PIB nacional.

En el caso del robo, el más común de los delitos, con todo y la reticencia —muchas veces porque la denuncia suele ser trámite obligado—, durante el 2015 en México se inició una denuncia por robo con violencia cada 3 minutos, 11 segundos. Más de la mitad se concentraron en el Estado de México, la Ciudad de México, Tabasco, Baja California y Puebla, según cifras del Observatorio Nacional Ciudadano dirigido por Francisco Rivas.

Todos los códigos penales del país contemplan sanciones por robo; sin embargo, ni la letra legal, ni los instrumentos vigentes ni las instituciones gubernamentales otorgan consideración alguna a otros agravios derivados de tal impunidad, como los de índole psicológica, mental y emocional. Peor aun, la percepción colectiva considera que las autoridades se preocupan más por preservar los derechos humanos de los presuntos criminales.

Todos hemos sufrido un robo directa o indirectamente, o hemos conocido alguno de primera mano, pero no se trata de que cada quien padezca su propio viacrucis o procese su pesar como acto íntimo. En conjunto, las víctimas conforman una profunda herida nacional y una afectación emocional irreparable conocida como “daño moral social”, acumulado de generación en generación.

La justicia es pronta y efectiva, o no es justicia

La justicia restaurativa está ausente en México. Más allá de mecanismos gubernamentales como la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), y de los no gubernamentales como, por ejemplo, el Centro de Integración Ciudadana (CIC) en Nuevo León, debemos seguir buscando y exigiendo avances reales, adicionales a la simple letra de las leyes. Específicamente, la Ley General de Víctimas ordena a las autoridades —de todos los ámbitos de gobierno— velar por la protección de víctimas, proporcionarles ayuda, asistencia o “reparación integral”. Esta última comprende medidas de restitución, rehabilitación, compensación, satisfacción y garantías de no repetición, en sus dimensiones individual, colectiva, material, moral y simbólica.

Éste es el tamaño de la enorme misión del nuevo sistema de justicia penal. ¿Habrá razones para ser escépticos frente a los innumerables agravios a escala nacional?
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